En 2022, Génesis, de 22 años, y su pareja José*, se apretujaron en una embarcación pequeña y atestada, capitaneada por traficantes y llena de migrantes que se dirigían a Curazao, una isla del Caribe ubicada a 65 kilómetros de la costa venezolana.
Génesis, que en ese momento estaba embarazada de siete meses, esperaba poder reconstruir su vida y trabajar como empleada doméstica en esa isla caribeña en la que, a pesar de vivir precariamente al margen de la sociedad, podría ganar en un día lo que ganaba en un mes en su país. Todo lo que pudiera ahorrar planeaba enviárselo a su madre que se encontraba luchando para poder comprar alimentos y ropa para la hija de cuatro años que Génesis había dejado atrás.
Cuando estaban en camino, el viejo motor de la embarcación colapsó a causa de las intensas olas y el bote empezó a hundirse; los 31 pasajeros que se encontraban a bordo, incluida Génesis, no sabían nadar y entraron en pánico.
“Fue horrible, un montón de agua entró en la embarcación y todo el mundo empezó a gritar”, contó, recordando el dramático viaje de ocho horas.
“Tenía mucho miedo de ser devorada por los tiburones, ser azotada contra las rocas y morir, o simplemente desaparecer en el mar. Yo lloraba, rezaba por mi hija y me agarraba con todas mis fuerzas a mi pareja”, recuerda.
Viajes peligrosos
El Proyecto Migrantes Desaparecidos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) documentó las muertes y desapariciones de al menos 321 migrantes en el Caribe el año pasado, una cifra récord desde que se puso en marcha es registro en 2014, revelando un aumento del 84% en comparación con las 180 muertas o desaparecidas el año anterior. En lo que va de 2023, al menos 120 migrantes han sufrido la misma fatalidad en el Caribe.
“Estamos reclamando más medidas para evitar muertes y proteger a los migrantes que se embarcan en estas rutas, con independencia de su condición y en todas las etapas del viaje”, sostuvo Karen Wouters, de la OIM en Curazao.
“La prevención comienza con vías migratorias regulares, con la defensa de los derechos de las familias a permanecer juntas y con una respuesta a las necesidades de las personas migrantes en situación de vulnerabilidad”, aseguró.
La joven pareja venía de La Vela de Coro, una ciudad dormitorio en la costa de Venezuela en donde la mayor parte de los hogares están vacíos. Muchos de sus dueños se han embarcado rumbo a Curazao, país constituyente del Reino de los Países Bajos.
Más de siete millones de personas se han ido de Venezuela en años recientes a raíz de la agitación política, la inestabilidad socioeconómica y la actual crisis humanitaria. La gran mayoría han intentado reconstruir sus vidas en las Américas y el Caribe.
La mayor parte de ellas cruzan las fronteras terrestres rumbo a Colombia o Brasil, pero muchos recalan también en ciudades costeras como Curazao, un destino popular para turistas europeos y americanos, Aruba y la nación de islas gemelas Trinidad y Tobago, que están mucho más cerca. Debido a una larga historia de vínculos mutuamente benéficos de comercio, viajes, turismo y migración, muchos residentes de la zona continental tienen amigos y parientes en las islas que pueden brindarles alojamiento o conexiones para conseguir empleo.
Actualmente más de 14.000 personas venezolanas están viviendo en Curazao- cifra equivalente a casi un 10% de la población total de la isla calculada en casi 154.000 habitantes. Si bien la población venezolana en Curazao es pequeña si se la compara con Colombia (2,5 millones), y Perú (1,5 millones), la isla ha acogido una de las mayores cantidades de personas desplazadas de Venezuela si se toma en cuenta la población total del país.
Una vida en las sombras
Llegando con tan solo su fe, Génesis y José pudieron de a poco ir reconstruyendo su vida en Curazao, vida que incluyó la crianza de un hijo. La Organización Internacional para las Migraciones les brindó asistencia para pagar la renta, vales por dinero en efectivo, alimentos, ropa e información sobre socios locales que podrían asistirlos con otros servicios.
Ser migrante de Venezuela en Curazao no es fácil. Las diferencias culturales y lingüísticas y la falta de vías formales para conseguir empleo y permisos de residencia o la ciudadanía holandesa significan que la población migrante en ese Estado vive con el constante temor de ser deportada.
“Tenemos que ocultarnos. Esta es la vida de las personas en situación irregular aquí”, contó Génesis, quien raras veces se va de su casa de un dormitorio en un modesto vecindario de la capital, Willemstad.
José, que es mecánico calificado, trabaja ahora en construcción durante el día y gana suficiente dinero como para poder enviar un poco a su lugar de origen. Génesis empezará muy pronto a trabajar en limpieza de casas.
“Los venezolanos como yo están viniendo a Curazao por una simple razón. Es mucho más sencillo sobrevivir aquí”, dice, mientras se sienta con su hijo de ocho meses en una playa llena de veraneantes europeos desde la que, en días diáfanos, puede llegar a ver la costa de su país.
“Llegué con la intención de volver en algún momento, pero no inmediatamente. Si bien nuestras vidas son mejores aquí, nuestros corazones siempre están en Venezuela”, afirma.
Esta historia fue escrita por Gema Cortés, de la Unidad de Prensa de la OIM, Oficina del Enviado Especial para la Respuesta Regional a la Situación en Venezuela.
*El nombre ha sido cambiado por razones de protección.